Alessandro Rapiti

La niña y el camino

En un pueblo lejano, una niña con el corazón lleno de sueños es arrancada de su camino. Sus lágrimas se convierten en un llamado que el bosque no puede ignorar.

Había una vez, en un pueblo muy lejano, una niña llamada Amara. Su pueblo era pequeño, hecho de chozas de barro y techos de paja, y alrededor había una extensión infinita de campos amarillos y verdes que ondeaban al viento como un mar sin fin. Cada mañana Amara se despertaba temprano, con el canto de los gallos y el aroma del pan que su madre horneaba en el fuego. Luego tomaba su cuaderno y, con paso ligero, recorría el sendero que llevaba a la escuela del pueblo vecino.

A Amara le encantaba aprender. Sus ojos brillaban cuando el maestro contaba historias o enseñaba nuevas palabras. Soñaba con crecer y algún día escribir su propia historia, una historia llena de libertad, aventuras y coraje. Era una niña sencilla, pero en su corazón ardía una llama más brillante que mil estrellas.

Una tarde, al caer el sol, Amara caminaba de regreso de la escuela. El cielo se teñía de rojo y naranja, y las sombras del bosque cercano se alargaban como dedos suaves que acariciaban la tierra. Amara silbaba una melodía que había aprendido en la escuela, feliz de ver pronto a su mamá y a su papá.

Pero esa noche, algo terrible sucedió. Del sendero salieron tres hombres grandes y oscuros como rocas. Sus ojos brillaban con maldad y sus pasos eran pesados como tambores de guerra. Antes de que Amara pudiera correr o gritar, la tomaron por los brazos y la levantaron del suelo. La niña gritó, pataleó, lloró, pero nadie acudió en su ayuda: los campos estaban vacíos, el pueblo lejos.

Los hombres la arrastraron con ellos, cada vez más adentro del bosque, donde el sol no lograba filtrarse entre las ramas y el aire se volvía frío. La niña fue encerrada en una cabaña oscura, con ventanas bloqueadas y una puerta de madera pesada. Dentro solo había un viejo jergón y un olor a humedad.

Amara se dejó caer al suelo, temblando. Las lágrimas le corrían por el rostro y su corazón latía tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho. Por un momento, pensó que era el fin de sus sueños, que nadie la encontraría jamás.

Pero dentro de sí, Amara no dejó de luchar. Entre lágrimas, comenzó a llamar: — ¡Ayuda! ¡Ayuda! — gritaba con toda la voz que tenía. Su voz salía de la cabaña, se colaba entre las hojas, rebotaba en los árboles y corría lejos.

El bosque escuchaba. Los pájaros dejaron de cantar, los monos se detuvieron en las ramas, incluso el viento pareció contener el aliento. Y, en algún lugar, en un rincón oculto de la maleza, un joven león despertó.

Tenía la melena aún corta, los ojos color ámbar y un corazón que, aunque joven, empezaba a sentir el peso del mundo. Se levantó lentamente, las orejas atentas, y escuchó el llanto que traía el aire. Era el llanto de una niña.

El joven león, curioso e inquieto, dio un paso adelante, luego otro más. No sabía por qué, pero sentía que ese llanto era un llamado… un llamado que no podía ignorar.

La niña y el camino