El encuentro secreto
En la noche silenciosa, un joven león se acerca a la niña. Entre el miedo y la maravilla nace una promesa: la promesa de una ayuda que aún no sabe cómo cumplir.
La noche cayó rápidamente sobre el bosque. La cabaña donde Amara estaba encerrada se sumió en la oscuridad y, afuera, las sombras de los árboles se alargaron como grandes guardianes silenciosos. El viento hacía crujir las hojas, y en ese aire misterioso se oían llamados lejanos: el canto de un búho, el chasquido de ramas rotas por algún animal, la respiración profunda de la noche.
Amara se acurrucó en un rincón, abrazando sus rodillas. Estaba cansada de llorar, pero no podía dejar de temblar. — Mamá… Papá… ¿dónde están? — susurró en voz baja, apenas audible.
Entonces oyó un ruido distinto. No eran pasos pesados como los de los hombres, sino un andar suave, sigiloso, que se acercaba poco a poco. Un roce entre la hierba. Una sombra que se movía con elegancia.
Amara contuvo la respiración, con los ojos muy abiertos. Luego, desde la penumbra, aparecieron dos ojos luminosos, dorados como metal fundido. Eran ojos que nunca había visto antes, ojos que brillaban como dos pequeñas lunas.
De la oscuridad surgió un joven león. Su melena era corta y suave, sus patas fuertes pero aún jóvenes, y su mirada… su mirada no era feroz, sino curiosa.
Amara se puso rígida: sabía que los leones eran los reyes del bosque, poderosos y terribles. Pero aquel no parecía un monstruo hambriento. Se acercó despacio, hasta que su hocico quedó junto a la rendija de la cabaña.
Y, como en un sueño, habló. — ¿Por qué lloras, pequeña? — preguntó con voz profunda pero amable.
Amara abrió la boca de sorpresa: ¡un león que hablaba! Pensó que era fruto de su imaginación, y sin embargo aquellas palabras eran reales, cálidas como un soplo de viento en el rostro. — Me han llevado lejos… — respondió entre sollozos. — Me han encerrado aquí… ya no volveré a ver a mi familia.
El león inclinó la cabeza, como reflexionando. Nunca había hablado con un ser humano. En su mente, los hombres siempre habían sido vistos como peligrosos y crueles. Así se lo habían enseñado su padre y su madre, y así lo había creído siempre. Pero aquella niña no parecía malvada. Era frágil, perdida, con los ojos llenos de lágrimas.
— Yo… yo te ayudaré — murmuró al fin, casi sorprendido por sus propias palabras.
Amara lo miró asombrada, con un destello de esperanza en el corazón. Por un instante, se olvidó del miedo. — ¿Lo prometes? — preguntó con voz temblorosa.
El joven león dio un paso atrás, levantó la vista hacia la luna y luego volvió a mirarla a los ojos. — Lo prometo — dijo con decisión.
Entonces un crujido repentino lo hizo estremecerse: eran los pasos de los raptores que regresaban a la cabaña. El león se tensó, el corazón le latía con fuerza. Con un salto rápido, desapareció entre los árboles, engullido por la oscuridad del bosque.
Amara se quedó allí, con el corazón golpeando en su pecho. No sabía si había sido un sueño o realidad, pero dentro de sí algo había cambiado. Por primera vez desde que fue raptada, sentía que ya no estaba sola. En algún lugar, allá afuera, había un joven león que había prometido volver.
