La huida
Ante el regreso de los hombres, el león sucumbe al terror y huye. Pero en el eco de los gritos de la niña, descubre que el miedo no puede ser más fuerte que la palabra dada.
El joven león corría entre los árboles, y el latido de su corazón retumbaba en sus oídos más fuerte que su propia respiración. Nunca se había sentido tan asustado.
Las voces de los hombres resonaron de repente en el bosque: duras, ásperas, como truenos listos para golpear. Los secuestradores hablaban entre ellos, reían con crueldad, y cada sonido de sus palabras helaba la sangre del león.
Había prometido a la niña ayudarla, y sin embargo… eligió huir.
Corrió mucho tiempo, sin mirar atrás, hasta que se encontró en un claro iluminado por la luna. Se detuvo jadeando, sin aliento, con la cola baja. Se sentía pequeño, más pequeño que nunca. Un cobarde.
Cerró los ojos, y en la oscuridad de su mente escuchó la voz de su madre: — Nunca confíes en los hombres, hijo mío. Son peligrosos. Huye siempre de ellos. — Luego la voz severa de su padre: — Un león sabio no arriesga por los hombres. Su corazón es oscuro. Nunca lo olvides. —
Esas palabras se las habían repetido desde que era un cachorro. Y ahora, en el miedo, le parecían correctas. “He hecho bien en huir… he hecho bien…” se repetía a sí mismo.
Pero justo entonces, otro sonido lo golpeó, más fuerte que las voces de sus padres en su mente. Era un eco que se extendía en el silencio del bosque. Un grito.
— ¡Ayuda! ¡Ayuda! — Era la voz de la niña.
El joven león aguzó el oído. Su corazón dio un salto. Cada lágrima que la pequeña derramaba parecía caer dentro de él como gotas de fuego.
No podía sacarla de su mente: la imagen de su rostro bañado en lágrimas, las manos temblorosas que se extendían hacia la libertad, los ojos que lo miraron con confianza cuando prometió salvarla.
Y sin embargo, él había huido.
Se desplomó en el suelo, mordiéndose los labios y arañando la tierra con las patas. “¡Cobarde! He dejado sola a una niña… ¿Y para qué? ¿Por miedo?”
Alzó la vista hacia la luna, que brillaba inmensa sobre el bosque. Su respiración era pesada, sus pensamientos un torbellino. Sin embargo, entre esa confusión, estaba naciendo algo nuevo.
El miedo ya no era un muro que lo detenía. Se estaba convirtiendo en un peso que quería sacudirse, un impulso que le decía: “No puedes dejarla allí. No puedes volver atrás en tu promesa.”
El león aún no sabía cómo, pero entendió que debía cambiar. Y esa noche decidiría quién era realmente: un fugitivo… o un valiente.
